Editoriales

El verdadero riesgo de silenciar a la prensa / Felipe Monroy

Formado en la UNAM, tras colaborar con el Semanario Desde la Fe y contribuir a crear el sistema informativo de la Arquidiócesis de México, el autor es director de la revista Vida Nueva, que se publica con éxito desde hace más de 50 años en España
Formado en la UNAM, tras colaborar con el Semanario Desde la Fe y contribuir a crear el sistema informativo de la Arquidiócesis de México, el autor es director de la revista Vida Nueva, que se publica con éxito desde hace más de 50 años en España

El artero crimen contra Javier Valdez provoca en el gremio la sensación de haber descendido más en un pantano de horrible incertidumbre; no sólo por pensar en las vidas que se arriesgan en cada jornada, sino por el destino de este oficio y profesión cuyo único fin es servir como intermediación entre la sociedad y la construcción de su identidad

Ciudad de México, 18 de mayo de 2017.- Ante el sexto asesinato de un colega periodista en el año, me atrevo a parafrasear a José Emilio Pacheco: “Si ellos vivieron nuestras posibles muertes, correspondamos a tanta gentileza tratando de escribir las páginas que aquellos no tuvieron tiempo de escribir”. El artero crimen contra Javier Valdez provoca en el gremio la sensación de haber descendido más en un pantano de horrible incertidumbre; no sólo por pensar en las vidas que se arriesgan en cada jornada, sino por el destino de este oficio y profesión cuyo único fin es servir como intermediación entre la sociedad y la construcción de su identidad.

Que el ejercicio del periodismo esté amenazado de muerte cada día en México debería ser suficientemente grave para cuestionar el rumbo del país, pero hay que apuntar (el oficio exige que no miremos sólo nuestras heridas) que la devastación de los hijos de esta nación alcanza a todos los rincones, primordialmente a las estructuras intermedias: familias, escuelas y universidades, pequeños negocios, asociaciones comunitarias como organizaciones de participación social o iglesias.

Hemos llegado al punto en que el seguimiento a la numeralia de la muerte en México se ha tornado irrelevante. Con metodología correcta o no, la evidencia expuesta por el Instituto Internacional de Estudios Estratégicos que coloca a nuestro país como un territorio de conflicto donde la muerte violenta y la desaparición forzada son más que una cuestión de probabilidad, es simplemente inapelable. Olvidando los números, resulta estremecedor que México comparta, en las muestras, los mismos niveles de muerte que países donde tres o hasta cinco ejércitos fuertemente patrocinados crean desolación a través de salvajes incursiones militares.

Y provoca escalofrío que los periodistas silenciados, quienes se esfuerzan en informar de este panorama, compartan el mismo destino de las víctimas a quienes en principio se les intentó dar voz. Porque la aniquilación de la oportunidad para comunicar, la imposición del silencio, es el signo inequívoco de una dictadura en construcción.

Me viene a la mente una historia que explica esto: En la recepción de una oficina que defiende los derechos humanos hay un cuadro de absoluto color negro con una descripción al calce que cuenta la historia de aquel hombre que debía decir que el cuadro era color blanco por ‘sugerencia’ de aquel que detentaba el poder. El hombre veía paulatinamente cómo sus compañeros de trabajo, sus amigos y familiares cedían a la invitación de los poderosos y le pedían (casi le suplicaban) que aceptara que el cuadro era blanco. Pero él continuó diciendo que el cuadro negro, era negro. Primero el hombre perdió su trabajo y a muchos de sus amigos; más tarde recibió visitas muy incómodas en su casa ‘por error’ hasta que terminó perdiendo a su familia y su casa. Para él, la imagen en el cuadro seguía siendo negra aunque de manera inexplicable recibiera golpizas y amenazas de muerte de manera casi aleatoria; seguía siendo negra aunque el llanto de su mujer y sus hijos desde el exilio le tentaran a ceder. El cuadro, para él, continuó siendo de color negro todos los años que pasó en la cárcel y, en medio de la tortura, quiso decir que era blanco pero sabía que aquello ya había dejado de tener sentido. Cuando fue liberado, llegó a creer que estaba loco porque afuera, todos los libres, los intelectuales, los medios de comunicación, los colegios y universidades, hasta algunos de sus viejos cómplices que en voz baja habían dicho en el pasado que sabían que el cuadro era negro, afirmaban ahora que el cuadro siempre había sido blanco.

La moraleja de este relato es que el drama de este hombre en medio de una terrible dictadura (que puede ser cualquier hombre y la dictadura, cualquier presión de poder) pudo haberse perdido absolutamente, desaparecido de la faz de la tierra y de la Historia, pero alguien la contó, alguien recogió de él o de un tercero el testimonio y lo publicó; lo divulgó y por eso es que ahora lo conocemos. Esa es una de las muchas funciones del verdadero periodismo: dar voz a quienes fueron callados sistemáticamente.

Así que, si han querido callar a catorce periodistas en los últimos doce meses, aquí estaremos los que escribiremos las páginas que ellos no pudieron escribir, que no les dejaron escribir, y optaremos por el color que mejor refleje la verdad.

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