Editoriales

«Es la economía, estúpido» / Teresa Da Cunha Lopes

Teresa Da Cunha es doctora en Derecho; con diversos posgrados en universidades de México, España y Francia; profesora investigadora de la UMSNH; miembro del Sistema Nacional de Investigadores; y coordinadora del Área de Ciencias Sociales en el CIJUS
Teresa Da Cunha es doctora en Derecho; con diversos posgrados en universidades de México, España y Francia; profesora investigadora de la UMSNH; miembro del Sistema Nacional de Investigadores; y coordinadora del Área de Ciencias Sociales en el CIJUS

Para contrarrestar la espiral negativa de los últimos años -y para contrarrestar el momento de estancamiento económico- el Estado tiene la obligación de estimular la demanda con mayores gastos económicos. O sea con inversión en infraestructura y gasto público

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Morelia, Michoacán, 27 de octubre de 2014.- Yo siempre he pensado en términos neokeynesianos, aun cuando a veces haya usado descripciones abreviadas que pueden malinterpretarse si se sacan de contexto; lo mismo podría decirse de muchos otros analistas políticos y economistas.

O sea, pienso que no es la producción la que determina la demanda sino la demanda la que determina la producción (Keynes, Teoría general sobre el empleo el interés y el dinero, caps. 1 y s.). Esto porque los empresarios -o quienes intentan serlo- invierten sobre la base de una percepción central: la diferencia entre la tasa de interés y la tasa de ganancia; a la mayor diferencia en favor de la última, lo más posible es que se invierta.

Sin embargo, como el ahorro y la inversión no siempre están en equilibrio, al Estado le corresponde actuar para asegurar el nivel de inversión necesario para multiplicar la actividad económica y garantizar el pleno empleo. Ahora bien, es precisamente esto lo que el estado no está haciendo. Todo lo contrario.

En términos prácticos, y para contrarrestar la espiral negativa de los últimos años -y para contrarrestar el momento de estancamiento económico- el Estado tiene la obligación de estimular la demanda con mayores gastos económicos. O sea con inversión en infraestructura y gasto público.

Ahora bien, mucha de la infraestructura está en bastante mal estado, es antigua o simplemente no existe. Algunos claros ejemplos: el hecho de que continuamos teniendo escuelas de “palitos”, centros de salud decrépitos, puentes que se caen a las primeras lluvias, carreteras de terracería, y la mayor colección de baches de todo el hemisferio norte concentrada en Morelia. Cuando se combinan estos hechos con la situación macroeconómica subyacente (hablaré de esto otro día, en otra columna), parecen evidentes las razones para gastar sumas considerables en reparaciones y obra pública.

Esperaríamos, entonces, que se anunciara un ambicioso plan de recuperación económico y que este estuviera plasmado en la propuesta presupuestal anual enviada al legislativo. Pero la reciente propuesta de poner en marcha lo que en realidad es un pequeño plan de recuperación económica (minimalista, es una descripción diplomática) parece no ir a ninguna parte, por culpa: a) de la lucha sobre el modo de costearlo, b) de no pasar de retórica alegre “difusa” y; c) de no se anclar en ninguna escuela de pensamiento económico seria ni en ninguna visión de desarrollo reconocible.

Lo que me lleva de vuelta a algo que empecé a decir allá por 2011, en una de las primeras columnas sobre la crisis de la deuda de los estados, y que sigue siendo cierto: cuando uno está en una trampa de liquidez, la virtud se convierte en vicio y la prudencia en locura. Preguntarse cómo pagaremos las infraestructuras puede parecer prudente, pero en realidad es una soberana estupidez.

Piensen en ello: ¿cuáles serían los verdaderos costes de reparar las carreteras? No habría que desviar fondos de otras inversiones ni de otros rubros de financiamiento ya presupuestados. Ese dinero no tiene adónde ir y los mercados están casi suplicando que el Gobierno federal tome capital prestado y lo invierta en algo, por ejemplo en infraestructura para los estados.

Tampoco habría que desviar mano de obra de otras labores: el paro sigue siendo alto entre los trabajadores de la construcción. Y Dios sabe, que el sector de la construcción es, por sí sólo, el sector que mantiene funcionando la economía y alimentadas a centenas de millar de familias michoacanas.

Así que es tremendamente irresponsable no gastar ese dinero, y estúpido preocuparse por la financiación.

Está claro, sin embargo, que no hemos aprendido nada tras más de una década sufriendo la economía de la depresión en que las administraciones anteriores nos ubicaron, economía de depresión ha pasado a recesión y que se ha transformado en el paradigma vigente de la actual.

Vale, admito que estoy desconcertada.

He visto a una serie de personas “vendiéndonos” informes y discursos sobre cómo generan empleos, seguridad y paz como si presentasen una especie de forma radicalmente nueva de contemplar la economía. Y es un buen esfuerzo mediático (hay que reconocerlo), mucha labia, mucho orador, mucha foto, mucho spin político, cambios de imagen, etc., etc. Pero, al final del día nada. Es sólo un esfuerzo mediático.

Las viejas “tradiciones” de jinetear los rubros asignados y las malas costumbres del sub-ejercicio presupuestal y de la sobre exposición a la corrupción no se han movido un centímetro. Y, claro que cuando estos métodos de asaltante de cuello blanco y de vividor del presupuesto se tornan demasiado visibles, y la ciudadanía empieza a agitarse, nunca falta echar a andar la táctica del “último recurso”. O sea, integrar el discurso que culpabiliza a los trabajadores de la crisis del endeudamiento y de las malas prácticas administrativas, iniciando por el ataque a los sindicalizados y acabando en el apelo a los “recortes laborales”, a todos los comunicados de prensa y a todas las “filtraciones” de información, orquestadas desde el poder, en las vísperas de voto presupuestal en el congreso.

Culpar a los trabajadores es una reacción del instinto de predador clasista de la actual clase “dirigente”. Los trabajadores (y la ciudadanía, en general), en la actual visión estrecha de quien nos gobierna, tienen un defecto estructural notorio: no son robots, o sea no pueden ser desconectados y almacenados hasta el momento del ejercicio ritual del voto, y además tienen una boca que abren no sólo para comer, sino también para criticar. Pero seamos sinceros, el deterioro social, ambiental, financiero, hace hervir la sangre del más portado y, como tal es imposible no criticar y no les enviar el mensaje, que Clinton envió a Bush en el 1992: “es la economía, estúpido”.

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