Editoriales

¿Democracia participativa o plebiscitaria?

El autor, Jorge Luis Hernández Altamirano, es Licenciado en Ciencias Políticas y Administración Pública por la UNAM y Maestro en Ciencia Política por El Colegio de México
El autor, Jorge Luis Hernández Altamirano, es Licenciado en Ciencias Políticas y Administración Pública por la UNAM y Maestro en Ciencia Política por El Colegio de México

El tema de la construcción del nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México deja al descubierto la esquizofrenia que el grupo gobernante de López Obrador está enfrentando interna y externamente

Morelia, Michoacán, 22 de octubre de 2018.- El tema de la construcción del nuevo Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México deja al descubierto la esquizofrenia que el grupo gobernante de López Obrador está enfrentando interna y externamente. En primer lugar, a lo largo de la campaña cargó baterías en contra del nuevo aeropuerto al que identificó como una muestra más de la corrupción del grupo gobernante, bajo esa lógica era evidente que su llegada a la presidencia significaría la cancelación de la obra.

Sin embargo, el nerviosismo de los grupos empresariales y los mercados financieros tuvo que ser acallado por la campaña del tabasqueño, quien, sin mayor empacho, empezó a dar ciertas ventanas para sostener el aeropuerto, con una previa revisión de contratos, costos y responsables. En ese tenor, algunos analistas calificaron como jugada maestra la estrategia de convocar a una consulta que confirmaría al NAIM, sin tener que pagar costos con los simpatizantes abiertamente enemigos de la obra, pues la palabra del pueblo bueno habría sido escuchada.

La ecuación no contaba con que el impulso a Santa Lucía fuera a ser tan furibundo por parte de los miembros del gabinete cercanos al proyecto alternativo. Cuando el presidente López Obrador pidió imparcialidad, Jiménez Espriú y González Blanco amedrentaron concesionarios en la zona de Atenco con machetes, al tiempo que visitaron noticiarios y mesas de análisis, incluso falseando datos, para defender la cuestionada legitimidad del proyecto de Santa Lucía elaborado por el ingeniero Riobóo, asesor gratuito en la materia del nuevo gobierno.

En este contexto, los resultados de la consulta ya no parecen tan obvios, sobre todo cuando se han revelado algunos de los detalles metodológicos del ejercicio. Muchos han colocado ya cuestionamientos certeros que no viene al caso repetir, pero está claro que, como ejercicio demoscópico está lejos de poseer características que permitan fiarnos de la medición y, como ejercicio democrático, la consulta carece de elementos de certeza, imparcialidad y transparencia, por no hablar de legalidad, para asegurar siquiera que los votos se cuenten y se cuenten bien.

Sin esos requisitos metodológicos y, ahora sí, sin los requisitos jurídicos que brinden certeza de que este no será un ejercicio a modo para que los similares escuchen a sus similares, la consulta parece mucho más el pretexto del grupo en el poder para justificar la toma de una decisión que ya ha sido determinada. El hecho es que, tomar esa decisión en realidad no es ilegitimo pues, como muchos de los nuevos funcionarios han repetido, López Obrador y las políticas públicas que representa fueron respaldadas en las urnas el pasado 1° de julio

Lo que está detrás es un añejo debate entre teóricos y diseñadores de instituciones políticas. En los últimos años, ante la insatisfacción en torno a los resultados que los sistemas democráticos de data reciente y añeja están produciendo, se está extendiendo un malestar público en el que los ciudadanos están más desafectos del sistema representativo, lo que se expresa, entre otras cosas, en la crisis de los partidos políticos tradicionales y el triunfo de movimientos “antipolíticos”.

La situación parece revelar que el sistema democrático representativo, en el que los ciudadanos escogen representantes a los que les entregan confianza para tomar decisiones en su nombre, exige bocanadas de aire fresco que lo hagan funcional en un mundo cada vez más interconectado y con grandes capas poblacionales dispuestas a hacer activismo.

Lo que no parece estar tan claro es de qué manera los ciudadanos podemos participar en la toma de decisiones anteriormente reservadas a la clase política. Entre otras herramientas, las consultas populares parecen una fuente muy interesante de contacto entre gobierno y ciudadanía, que motiva el debate y la reflexión respecto a decisiones públicas y, a la vez, constituye un insumo para que los servidores públicos puedan tomar mejores decisiones.

Lamentablemente, aunque no nos guste mucho, el sistema democrático exige reglas que precisen los alcances y límites de las consultas populares. Es cierto que la reforma de 2014 en la materia en México hizo inaplicable una buena idea; pero, pasar al lado contrario en el que incluso funcionarios públicos que aún no toman protesta pueden organizar una consulta y hacerle vinculante consultando a poco más del 2% de los votantes, mina la propia credibilidad de las herramientas de democracia participativa.

Las consultas populares han de ser largos procesos reflexivos caracterizados por la presentación de ideas de dos propuestas claras y diferenciables, organizados por instituciones autónomas que no tengan interés demostrado en el triunfo de una u otra visión y vinculatorios en caso de cumplir con ciertos requisitos de participación mínima.

Sin esos requisitos los ejercicios no pueden ser considerados consultas populares en toda la expresión de la palabra y, más que ejercicios de democracia deliberativa, se convierten en instrumentos propagandísticos de un liderazgo que simula escuchar el clamor popular, en una caja hueca que sólo le permite escuchar su propio eco. Gobernar escuchando a un pueblo ficticio no parece ser la mejor idea para un buen gobierno.

Al tiempo.

Jorge Luis Hernández Altamirano

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